Comunicar en tiempos de hombres fuertes
Cómo Donald Trump ha perfeccionado el populismo agresivo en la era digital
Andrew Jackson se presentaba como un outsider, un líder fuerte que defendía los intereses de los "hombres comunes". Un populista de manual. En 1828 fue elegido presidente de los Estados Unidos tras una campaña despiadada contra la élite política de Washington, a la que acusaba de haberle arrebatado la presidencia en 1824, convencido de que figuras como John Quincy Adams y Henry Clay habían conspirado para impedir su triunfo. Su revancha llegó en 1828, cuando su victoria fue incuestionable. Pero ganar no fue suficiente. Tenía que vengarse.
Un buen ejemplo del estilo agresivo fue su guerra total contra el segundo banco de los Estados Unidos, al que acusaba de haber respaldado a su odiado Clay en campaña electoral. Jackson ni lo olvidó ni lo perdonó. Así, en 1832, vetó la ley que renovaba el permiso para el banco, pese al respaldo del Congreso y el Senado, al tiempo que ordenaba el retiro de todos los fondos federales, redistribuyéndolos entre sus llamados “bancos amigos”. Nicholas Biddle, el director del banco afectado, intentó negociar, pero Jackson lo ridiculizó públicamente. La reacción del Congreso ante el veto fue de indignación y, además, la crisis financiera no tardó en llegar, pero a Jackson no le importó. Para él, ganar esa batalla personal (el banco cerraría en 1836) era más importante que las consecuencias económicas.
Porque Jackson no negociaba, vencía. En lugar de ver la política como un espacio de acuerdo, la concebía como un campo de batalla para mostrar su autoridad. Insultaba a quienes se oponían a él, premiaba solo la lealtad absoluta y atacaba sin cesar a quien considerara que pensaba mínimamente diferente. De hecho, su propio vicepresidente, John C. Calhoun, dimitió después de haber sido insultado constantemente por parte del Presidente (único caso de dimisión por esa causa en la historia). Su actitud enviaba un mensaje claro: la política no era para débiles, sino solo para los fuertes.
Casi dos siglos después, Donald Trump parece haber rescatado esa misma política del hombre fuerte, de la agresividad retórica, de la descalificación de adversarios y del uso de la humillación como estrategia de dominación. Este enfoque, que a menudo se asemeja a prácticas de bullying, no es solo una cuestión de personalidad, sino algo peor, una estrategia política y comunicativa que, además, ha mutado bastante respecto a la comunicación trumpiana de su primera presidencia:
1. Trump ya no está solo. JD Vance y todo el gabinete presidencial está conformado, a diferencia del anterior mandato, por personas totalmente fieles a la figura del Presidente. Y todo el elenco de acompañantes, como también sucede con el bullying, le apoya y actúa igual: hombres fuertes que humillan y atacan agresivamente a quien no piensa como ellos, o bien en persona, como vimos a JD Vance con Zelensky en la Casa Blanca, o bien en redes, como constantemente hace Elon Musk. En psicología social se hablaría de “secuaces” del acosador (bully), y de que su razón de existir es que o bien son personas que tienen falta de empatía, o bien una ingente necesidad de aceptación o bien, sencillamente, miedo a ser los siguientes acosados si no actúan así, como le ocurrió al vicepresidente Calhoun. Se trata de ver quien grita más, quien apoya más a su Presidente. Es una competición entre aduladores que no hace sino engrandecer el ego presidencial.
2. La emocionalidad narcisista. La comunicación de Trump se basa en una emocionalidad extrema y egocéntrica, polarizante, donde él es siempre el centro de la narrativa. Citando a Byung-Chul Han en La expulsión de lo distinto (2016), «Vivimos en una época marcada por la desaparición de la alteridad». El otro, lo distinto, ya no importa. El discurso de Trump no está diseñado para debatir, sino para imponerse como única referencia válida y homogénea. Su retórica gira en torno a la idea de que él es el único capaz de resolver los problemas del país, y cualquiera que lo critique no solo está equivocado, sino que es un enemigo a quien hay que atacar. En este marco, los hechos son secundarios; lo importante es la validación constante de su figura, ya sea a través del aplauso de sus seguidores o de la indignación de sus detractores, que en el fondo refuerzan su centralidad. Trump convierte cualquier tema en algo personal, moldeando la conversación pública en función de su ego. Las crisis no son crisis, sino ataques contra él; las victorias no son logros de gobierno, sino pruebas de su grandeza. En este ecosistema comunicacional, simplificado y personalizado políticamente al máximo, la alteridad desaparece y solo queda espacio para una única voz verdadera: la suya y la de sus acólitos.
3. La explosión diaria del caos. El caos no es un accidente, es una estrategia. Desde su llegada al poder, Trump ha convertido el desorden en una herramienta política, desbordando el espacio público con propuestas ideológicas, escándalos constantes, mentiras flagrantes, declaraciones incendiarias y conflictos superpuestos que dejan a sus críticos sin capacidad de reacción. Este fenómeno, que Gutiérrez-Rubí describía como “inundar la zona”, busca desorientar a la oposición, dispersar la atención y minimizar la rendición de cuentas, mediante una sobrecarga informativa que genera agotamiento en la oposición y donde la indignación pierde eficacia. Steve Bannon ya hablaba de ello: «Lo único que tenemos que hacer es inundar la zona. Cada día los atacaremos con tres cosas. Solo morderán una». Hace unas semanas, el congresista demócrata, Gerald Connolly, corroboraba cómo funcionaba: «Es como beber directamente de una manguera contra incendios», una avalancha de caos comunicativo donde la confusión es el propósito, no el efecto colateral. Es un sistema político en el cual el control se ejerce no reprimiendo la verdad, sino multiplicando las narrativas hasta hacer imposible cualquier verdad absoluta.
4. El líquido amniótico digital. Las redes sociales alguna vez se pensaron como espacios para el intercambio de ideas. Sin embargo, en un entorno de polarización extrema, la ciudadanía se encapsula en burbujas donde solo escucha lo que confirma sus creencias, mientras nadan en un líquido amniótico digital que les brinda confort y seguridad. En estos espacios, la lealtad se mide en términos de adhesión absoluta. Trump se dirige siempre a ese público, usando la desintermediación: no habla a los medios (ni siquiera a los más afines), habla a su gente vía redes sociales, a su comunidad de devotos. La novedad respecto a su presidencia anterior estriba en que ha dejado entrar en la Casa Blanca a más medios leales y a influencers a quienes sigue su comunidad. Se trata de alimentar aún más la burbuja, de aumentar las respuestas —emocionales— que recibe de sus fieles, que apoyan todo lo que dice, que se vanaglorian de tener razón, de ser más fuertes, de estar haciendo historia. Ya no se trata únicamente de comunicar, sino de reforzar identidades y alimentar una narrativa donde la verdad es maleable y la emoción lo es todo. Si además quien comunica no es solo Trump, sino todos sus aliados a la vez, esa cámara de eco se multiplica.
5. La sociedad del espectáculo. Para la comunicación de Trump, la clave no es solo gobernar, sino dominar la narrativa, mantener la atención y convertir cada día en un nuevo episodio de su propio reality show. Su estilo confrontativo, teatralidad y uso de las redes como plataforma de guerra cultural reflejan una estrategia en la que la emoción y la viralidad importan más que los hechos. Es la política-espectáculo de la que hablaba Guy Debord, en la que la frontera entre realidad y representación se desdibuja, y lo que importa no es lo que es cierto, sino lo que resulta efectivo en términos de atención y adhesión. En este contexto, la simplificación del mensaje es esencial: la complejidad se descarta en favor de consignas contundentes, eslóganes pegadizos y antagonismos claros que movilicen a la audiencia. La política se convierte en una sucesión de imágenes diseñadas para provocar reacciones inmediatas, para generar adhesión emocional sin necesidad de argumentación racional. Y Trump es siempre el protagonista de esa historia.
Una historia en la que al final siempre debe ganar gracias a la confrontación constante, como ya hacía Andrew Jackson hace 200 años. Sin embargo, la diferencia comunicativa entre ambos es enorme: mientras Jackson libraba sus batallas en el Congreso, algunos periódicos y en las calles, Trump las pelea en un gran ecosistema mediático donde las redes sociales amplifican su mensaje de forma inmediata y sin intermediarios. Cada día hay un nuevo episodio de su espectáculo político: el regreso del hombre fuerte.
[Publicado en Política&Prosa. 1 de abril de 2025]
Exactamente así. No pudo definirse mejor
Como dices, Trump ha reencarnado el espíritu de Andrew Jackson con un toque muy moderno, un montón de tuits, un gabinete de compañeros de espectáculo y esa buena dosis de "reality Trump Style". Estoy de acuerdo en que el caos y el eco digital se han convertido en el nuevo campo de batalla para los líderes populistas.